Manuel

Gilberto Bergman Padilla

Manuel es un personaje interesante, acaso el prototipo del viejo nicaragüense. Vive en Masachapa, frente al mar, su casa es precaria, pero tiene luz y televisión. Vende manteca de tiburón que es buena para la tos, la lira, el asma y alguna que otra enfermedad en los bronquios.

Una mañana, mientras caminaba por la playa, lo saludé y me invitó a tomar café en su casa. A partir de ese día nos hicimos amigos. Me convertí en un cliente habitual para platicar con él durante mis caminatas por las playas de Montelimar, Masachapa y Pochomil.

Manuel me cuenta que le tuvieron setenta hijos. Le pregunté que si con la misma. Me dijo que si, pero con diferentes mujeres, y se tiró la gran carcajada. Eso sí, siempre «ocupaba» chavalas jóvenes entre 16 y 23; ya de 24 las veía viejas. Además de joven le gustaban las mujeres delgadas. Nada de gordas.

Dice que su potencia sexual se debe a que cuando joven era matarife y en el rastro de Managua, degollaba un animal se bebía una jícara de sangre y un trago doble de guaro lija. Eso lo mantenía potente para el resto del día.

Me cuenta Manuel que nunca vivió de las mujeres. Siempre fue un buen hombre. A todas siempre les daba, y hasta conoce a todos sus hijos. Para Manuel le es rentable tener muchos hijos, ya que es como tener un seguro social. Me cuenta que hasta aquí en el mar le traen comida. Otros le dan unos centavitos. «Gracias a Dios dice, aquí estoy pasando la vida a todo meter».

«Ajá, Manuel», le pregunté, cómo va aquello; me imagino que con la edad has perdido tu potencia. Que va doctor todavía resuelvo. Le voy a contar que me acaba de pasar una gran carajada. Fijese que conocí a una muchacha gorda pero pareja aquí en el mar. Le dije que la invitaba cuando ella quisiera a ver la novela «Alborada». Está en los capítulos finales que es lo mejor. Gracias, me dijo María; así se llamaba la muchacha. Me contó que esa novela le gustaba mucho, pero en su casa no tiene luz y la novela la veía de vez en cuando donde una vecina. Pero como la vecina vende pescado, cuando sale deja la casa cerrada y se aparece hasta que la novela ya ha terminado. Pues hija le dije, conmigo no vas a tener problemas, pues yo estoy todos los días en mi casa, cuando vos querás podés venir a visitarme. Así que un lunes, la María se me apareció por la casa para ver la novela, el martes igual, el miércoles también; para el jueves me compre un hermoso pescado y me hice una sustanciosa sopa. Cuando terminó la novel le dije: María, querés una sopita de pescado. Claro Manuel me va a venir diaca.

Nos echamos la sopa y cuando terminamos de comer, con disimulo le puse la mano en la pierna y la María no me dijo nada; le apreté la mano y la jalé hacia el cuarto, apagamos la luz y procedimos a amarnos.

Nos despertó el canto del gallo. La María me dijo: ya me voy, Manuel; se me esta haciendo tarde. Se puso el vestido y cuando agarró el calzón que había dejado, sobre la silla lo quedé viendo y le dije: Caramba María, ese calzón que andás está todo pasconeado; lo andás todo roto hasta el ziper. Y ya dio de sí. Ella me contesto: Y que querés que haga, Manuel, si no hay billete.

Esa mañana fui a pagar la luz, pasé por el mercado y le compré a María seis calzones, todos de diferentes colores. La noche del viernes se apareció la María a ver la novela. Cuando terminó, le dije:-María: todavía tengo sopa, querés un poquito; además, nos podemos echar un par de tragos. Recordá que hoy es sábado chiquito.

Se puso contenta, nos tiramos la sopa y unos cuantos tragos cada uno y después nos fuimos al cuarto. En la mañana antes de irse, le dije: María, te tengo un regalito. Y le entregue la bolsa con los seis calzones. Se puso recontenta, tiró a la basura el calzón viejo que andaba y se puso uno de los nuevos.

En la noche la quedé esperando y nunca más la volví a ver. Se fija usted, mi querido doctor: a las mujeres nadie las entiende.