Cuando La Fortuna Te Toca A La Puerta

Gilberto Bergman Padilla

En la década del 50 los aguaceros eran cosa seria. En esa época, a la salida de Diriamba, todavía existían ríos donde los chavalos acostumbraban irse a bañar. Una noche de septiembre caían rayos y culebras sobre el pueblo. Las calles arrastraban todo lo que bajaba de las partes altas: gallinas, chanchos, perros muertos, etc. Mi mamá tenía una pulpería donde uno encontraba de todo: purgantes de aceite de castor, tolú e ipecacuana, ropa de partida, venta de leche por las mañanas, leña para cocinar, hielo, popcicles… Era el único puesto de agua para el barrio y lo más importante: tenía teléfono.

Esa noche llovía más que nunca y a eso de la una de la madrugada, alguien tocó la puerta de la pulpería. Mi mamá se levantó sobresaltada y le gritó a la empleada: “¡Rosa, Rosa, levántate, alguien toca la puerta!”, “¡Chocho!”, dijo la Rosa, “¡Está haciendo Hielo!”. Entonces mi mamá se levantó, entreabrió la ventana pensando que quizás alguien estaba enfermo y necesitaba un medicamento o algún percance había ocurrido y necesitaba el teléfono. Miró por la ventana y era Lisímaco, dueño del burdel más grande y famoso del pueblo – distante a tres cuadras de la casa – cubierto con un capote ahulado y le dijo:

—“Doña Sobeyda ¿tiene usted bacinillas?”. Más que sorprendida, le respondió: “Claro que sí”. Lisímaco “¿Cuántas tiene?”, “Habrá caja y media, es decir unas 18”, “Démelas todas”, le respondió Lisímaco, y como era cliente de confianza mi mamá le dijo: “Ahí me las pagás mañana. Buenas Noches”.
Al día siguiente, a eso de las doce del día, se apareció por la pulpería el mentado Lisímaco: “Buenas días doña Sobeyda ¿Cuánto le debo?”. Mi mamá le dijo: “Son 18 bacinillas a ocho pesos; en total son 144 pesos”. “Muchas gracias”.
Cuando Lisímaco se iba alejando, mi mamá lo llamó: “Mira Lisímaco. Perdona la pregunta. Yo no estoy acostumbrada a andar preguntando chochadas pero decime una sola cosa:

¿Para qué jodido querías 18 bacinillas a la una de la madrugada, cuando caía un tremendo aguacero?”
Lisímaco le sonrió. “Mire, doña Sobeyda. Don Paco Lacayo es un hombre que tiene sus buenas empresas en Managua y como todo buen diriambino hay una gran cantidad de gente del pueblo que trabaja en sus empresas en Managua. Ayer fue el cumpleaños de don Paco y la gente de Managua le ofreció en su residencia de Managua una gran fiesta de cumpleaños”.

“Después de Managua, los amigos diriambinos le tenían otra fiesta aquí mismo en el pueblo, la cual se hace en mi cantina, La Paloma de Oro, claro que en mi fiesta a cada invitado se le tiene reservada y escogida una mujer. Es costumbre de la mujer, después de hacer el amor, según ella, orinar, para no quedar embarazada o para evitar cualquier enfermedad”.

“Como el excusado queda en el fondo del patio, y caía un pijazo de agua, la mujer se me iba a enfermar si se cruzaba al patio, ya que se mojaría toda; por eso se me ocurrió comprarle a cada una de ellas una bacinilla y así no tendrían que salir del cuarto”. “Está bien Lisímaco, gracias”, respondió mi mamá. Conociéndola muy bien a ella, sabía que algo tenía que decirme sobre esa historia y le pregunté: “¿Mamá, vos no estás acostumbrada a contarme historias a mí, qué es lo que me querés decir?”.

Mi mamá mirándome a los ojos, le dio tres golpes a la mesa y me dijo: “Lo que te quiero decir con esta historia es que cuando la fortuna te toca a la puerta… tenés que abrirla, ya que no habrá una segunda oportunidad. Si yo, como hizo la empleada, no me hubiera levantado, esa noche no hubiera hecho tan buen negocio”.